martes, 14 de diciembre de 2010

Puerta cerrada

Todas las noches, antes de irse a la cama, cerraba la puerta con llave. Lo hacía mecánicamente para evitar allanamientos durante la noche, pues en una ocasión había visto cómo la policía entraba en la casa del vecino utilizando una simple radiografía. "Siempre hay que pasar la llave o poner un pestillo - había dicho aquel hombre -, porque las bandas de albanokosovares entran sigilosamente y narcotizan a los propietarios mientras duermen para, así, limpiar la casa cómodamente y a sus anchas." Así que ella cerraba, por lo de los albanokosovares o por inercia, quién sabe. Visto de otro modo, podía incluso tratarse de un gran error. ¿Qué hubiese dicho un bombero? Una puerta cerrada podía convertirse en una trampa mortal si se declaraba un incendio en mitad de la noche y, desorientada por el sueño y el humo, no era capaz de encontrar la llave o de meterla en la cerradura. El caso es que ella cerraba, cerraba a los albanokosovares, cerraba a lo que quedaba fuera, cerraba, sobre todo, para proteger lo de dentro. Porque, aparte de ser una precaución aprendida, aquel acto de pasar la llave se producía siempre a otro nivel, ése en el que las acciones cotidianas adquieren un valor simbólico. Daba vuelta a la llave en la cerradura y el sonido del engranaje en movimiento, girando dentro de aquella maquinaria que se deslizaba suave y contundente a un tiempo, desencadenaba una marea de sensaciones. La casa estaba en penumbra y a través de las persianas medio bajadas se filtraba la luz de las farolas de la calle y las sombras de las hojas de los árboles se proyectaban, mecidas a veces por el viento, sobre las paredes y el techo. Eran como fantasmas que danzaran mientras la ciudad dormía, pero no le infundían temor. Por el contrario, le resultaban familiares y amigables, le hacían compañía y, en cierto modo, se sentía resguardada por su baile. Caminaba entonces lentamente hacia el pasillo que conducía a su cuarto y entraba en la primera habitación de la derecha, la habitación del niño, que, para esa hora, estaba ya durmiendo a pierna suelta y volvía a tener su cara de recién nacido, la cara de la primera vez que lo soñó estando embarazada y de la primera vez que lo vio nada más nacer. Bajaba un poco más la persiana y se acercaba a la cama, al ovillo acurrucado de su hijo. Lo besaba en la mejilla y se llenaba de todo el calor que emanaba de aquel pequeño ser. A veces, se tumbaba un minuto a su lado y le acariciaba el pelo suavemente, adivinando sus rasgos entre las sombras. Era en esos momentos cuando entendía lo que era la paz. "La felicidad es esto - se decía -, poder llegar cada noche junto a esta cama y acariciar a mi niño." La felicidad era saber que estaba con ella, que dormía allí resguardado de todo mal y que fuera quedaba el mundo, quedaban las luchas y los problemas. Que un día más habían vuelto a casa los dos, sanos y salvos, después de tantas batallas cotidianas, y que Dios les regalaba las horas de aquella noche, en la que todo estaba en orden, para que descansasen sin temores, protegidos de todo por una puerta cerrada.

sábado, 23 de octubre de 2010

Lleno - Vacío

Quedan rincones,

vacíos, pero llenos

de lo que fue mi infancia,

inexplicablemente tan lejana.

Y no encuentro el modo de expresar

el vacío paradójico

de esos rincones llenos,

cuando de lo que están llenos

es del vacío que dejó el tiempo

al convertirse en pasado.

sábado, 9 de enero de 2010